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Sólo por hoy

Sólo por esta mañana, voy a sonreír cuando vea tu rostro
y a reír cuando tenga ganas de llorar.
Sólo por esta mañana, voy a dejarte escoger la ropa que te vas a poner,
voy a sonreír y a decirte que te queda perfecta.
Sólo por hoy, pediré un día de descanso, o vacaciones,
para llevarte al parque a jugar.
Sólo por hoy, al mediodía, voy a dejar los platos en la cocina
y voy a dejarte que me enseñes cómo armar ese rompecabezas juntos.
Sólo por hoy, esta tarde, voy a desconectar el teléfono y a apagar el ordenador,
para sentarme junto a ti en el jardín para hacer pompas de jabón.
Sólo por esta tarde, no voy a regañarte ni siquiera a murmurar,
cuando tu grites y llores cuando pasemos por la tienda de chuches
y voy a entrar contigo a comprarte una.
Sólo por esta tarde, no voy a preocuparme sobre qué va a ser de ti cuando crezcas
y voy a pensar otra vez en todas las decisiones que haya hecho acerca de ti.
Sólo por esta tarde, te dejaré que me ayudes a hornear unas galletas
y no voy a estar detrás de ti tratando de arreglarlas.
Sólo por esta tarde, te estrecharé en mis brazos
y te contaré una historia acerca de cuando tu naciste
y sobre lo mucho que te quiero.
Sólo por esta noche, te dejaré salpicar en la bañera
y no me voy a enfadar.
Sólo por esta noche, te dejaré despierto hasta tarde,
mientras nos sentamos en el balcón a contar las estrellas.
Sólo por esta noche, estaré junto a ti por horas
y extrañaré mis programas favoritos de TV.
Sólo por esta noche, cuando pase mis dedos entre tu cabello mientras duermes,
simplemente daré gracias por el mayor regalo que he recibido.
Y cuando te dé un beso de buenas noches te voy a estrechar un poco más fuerte, un poco más tiempo.
Creo que a veces las mamás y papás estamos demasiado absorbidos en nuestras rutinas diarias
que olvidamos el hermoso regalo que los niños SON REALMENTE.

No podemos saber si habrá un día más...



20 de diciembre de 2011

MUÑECAS RECORTABLES DE LA EDITORIAL ROMA: SANDRA Y KATERINA


He querido rescatar este vídeo de youtube porque estas muñequitas son excepcionales. Tengo que reconocer que la editorial Roma es de mis favoritas, por no decir mi preferida y estas muñecas me traen tantísimos recuerdos... mis primeras compras sintiéndome independiente y ya "mayor", mis primeras "peyas" de misa ya que iba directamente al kiosco a comprarme recortables los domingos por la mañana.. y lo que más me marcó: mis primeros pinitos en la pintura, veía estas muñequitas tan lindas y yo quería hacerlas igual, me sorprendió lo bien que se me daba..
Espero que os guste esta entrada 
(Idea del blog: http://mariquitinas.wordpress.com/)

20 de noviembre de 2011

La piedrecilla que lloraba

Un día un caminante andaba perdido por el campo, estaba muy preocupado porque era muy tarde y no recordaba por donde era su casa, entonces escuchó que alguien sollozaba y sollozaba, - ¿de dónde vendrá aquel llanto? – se preguntaba y entonces, fijó su mirada hacia abajo.

Caminante: ah, eras Tú piedrecilla, dime ¿Por qué lloras?
Piedrecilla: porque nadie me quiere y todos me ignoran.
Caminante: por qué dices esas cosas tan feas piedrecilla.
Piedrecilla: porque dicen que soy muy duro y frio, amorfo o sin forma, que ando haciendo caer a las personas, y que además…y que además no tengo sentimientos y que soy indiferente con los demás.
Caminante: pero piedrecilla no tienes por qué estar triste por eso que dicen los demás, ¿acaso no te quieres?
Piedrecilla: si me quiero pero..pero ellos dicen eso y me duele mucho.
Caminante: mira piedrecilla si dices que te duele es que si tienes sentimientos, es una gran virtud.
Piedrecilla: ¿una virtud?
Caminante: es cuando uno posee una gran cualidad y autoestima y tú tienes muchas piedrecilla.
Piedrecilla: ¿Cómo cuales? Podrías decírmelo por favor.
Caminante: si eres duro es porque eres muy fuerte y resistente.

Piedrecilla: si verdad, no me había dado cuenta, cuéntame mas caminante por favor, por favor.
Caminante: está bien pero con calma. Si eres frio es porque el calor mas fuerte no te puede derretir, si eres amorfo es que eres diferente a los demás, si haces caer a las personas es que eso le ayuda a levantarse con mas animo y no eres para nada indiferente sino no te hubiese importado lo que digan los demás.
Piedrecilla: ¿Por qué?
Caminante: porque el indiferente es aquella persona que no presta atención a los pensamientos y sentimientos de los demás y porque he escuchado Tu has prestado atención a los pensamientos y sentimientos de aquellas personas.
Piedrecilla: ¡si es verdad! Entonces si tengo muchas virtudes y mucha autoestima. Gracias caminante ya no voy a llorar mas, me has ayudado mucho te lo agradezco.
Entonces la piedrecilla dejo de sollozar, pero antes de dejar al caminante y hizo un último favor, se le puso en su camino y el Caminante tropezó y en ese instante como por arte de magia el caminante dijo: “ah, ya me acorde por donde era mi hogar, si no me hubiese tropezado tal vez no me acordaría, gracias piedrecilla”
Y así fue como termino todo, la piedrecilla contenta y el Caminante en su hogar. 

23 de octubre de 2011

MATERNIDAD por Rubén Maldonado

En tu rostro la sonrisa simple y la mirada dulce
con una alegría que sólo tú explicas…
Tu caminar se ha tornado lento,
como si hubiera temor en tus pasos.

No será un secreto cuando tu cintura
se ensanche y henchidos tus pechos,
con sabor a esperanza y a sangre nueva
en las nueve lunas de la larga espera.

Cambiarás el gusto entre las vitrinas
de algunas boutiques de moda y elegancia,
ahora tus ojos verán sólo aquellas
con sus diminutos ropajes de arrullo.


Un aroma a nido y a leche materna
habrá entre las sábanas de tu blanco lecho,
mientras tus mejillas encenderán rubores
con caricias suaves en preñado vientre.

Sólo la ternura rodeará tu imagen,
las manos ansiosas querrán su tersura,
un sabor a vida de pálidos cielos
en la calle vieja traerá canciones.

Y un día de fiesta, tal vez en domingo,
abrirás tu cuerpo a un llanto pequeño
y en tu regazo amamantarás a un niño
con tibia fragancia de un amor profundo".

18 de octubre de 2011

Caperucita roja moderna por Aanax

Había una vez una niña que se llamaba Caperucita Roja. Su sonrisa alegre y su mirada risueña ocultaban su triste realidad.
Esa mañana, Caperucita despertó con los acostumbrados gritos matutinos de sus padres. Escuchó pisotones en las escaleras. La niña miró el cielo raso con preocupación. Su padre entró de un portazo.

—¡Levántate holgazana! —gritó con mal carácter.

Caperucita asintió con la cabeza y bajó temblando de la cama.
Su madre apareció enseguida.

—¿Por qué en vez de gritarle a tu hija no te preparas para a ir a trabajar? —exclamó enojada —Si no te tomas el trabajo más enserio lo perderás ¿quién mantendrá a esta familia entonces?

Su padre se giró y la miró furioso.
—¿Así que ahora la culpa de que nuestra situación económica esté tan mal es mía? ¡Dile a tu madre que deje de depender de nosotros! ¡Sus benditas medicinas valen un ojo de la cara!
La madre de Caperucita calló gravemente y salió de la habitación. El padre la siguió.
—¡Vístete, vamos! —le gritó a Caperucita antes de cerrar la puerta, aún mas fuerte que antes.
Caperucita se puso su blusa blanco marfil y su falda celeste de verano. Aún con la puerta cerrada, los gritos de sus padres en el piso de abajo retumbaban en su alcoba.
Su padre, harto de gritar “¡Baja de una buena vez, niña inútil!”, en medio de los chillidos de su madre, subió las escaleras y tomó a Caperucita del brazo. La llevó a los tirones por las escaleras.
—Puedo bajar sola —murmuró Caperucita, sin poderse contener.
—¿Qué has dicho? —bramó su padre encolerizado. Caperucita se puso pálida y no respondió. Entonces su padre la sacudió violentamente —¿Qué has dicho maldita?
Caperucita casi cae por las escaleras, si no fuera por que su madre se le acercó y la agarró enseguida. La abrazó fuertemente.
Su padre refunfuñó algo incomprensible, se puso el rifle en el hombro y un pedazo de pan duro en el bolsillo de su ancho saco verde, y salió con ímpetu al bosque.
La madre de Caperucita se tapó la cara porque no pudo ocultar más sus lágrimas. Sus manos sangraban, ahora se había dado cuenta Caperucita. Pero no se animaba a preguntar que le había pasado. Ya lo sabía. Intentó abrazar a su madre, pero ésta le puso una cesta en sus manos. 


—Caperucita querida —dijo mirándola esperanzada —, llévale estas medicinas a tu abuela.
—Claro —contestó Caperucita y se colocó su larga caperuza roja. Se colgó la cesta en el brazo y saludó a su madre quién le acarició sus bucles rubios.
—Escucha hija —advirtió su madre desde la puerta —, no hables con nadie que no conozcas ¿me oíste?
¿Hablar? ¿con quién?, pensó Caperucita.
Ella no hablaba con casi nadie, le costaba mucho comunicarse.
—Y vuelve antes del anochecer. Si tu padre se entera de que fuiste a llevarle a tu abuela esas medicinas tan caras…
—Volveré lo más rápido que pueda —contestó la niña con firmeza —, no te preocupes.
Era una radiante mañana. El canto de los pájaros, las hermosas mariposas que volaban sobre las coloridas flores que la primavera ofrecía, hicieron olvidar a Caperucita por un momento sus problemas.
Caminó un rato mirando cada detalle de cada árbol, flor, animal que se le cruzaba. Entonces vio un par de chicas que jugaban emitiendo pícaras risas. A Caperucita le hubiese gustado compartir con ellas esa felicidad. Pero entonces una agarró una muñeca de vestido azul y su amiga se la arrancó de las manos. Las dos se pusieron a llorar melancólicamente.
Que simples son sus vidas, pensó Caperucita. Lloran por una muñeca. Daría lo que fuera por llorar con tanta libertad y fuerza como ellas. Es que el llanto… no me sale.
Dentro de ella había un gran dolor y angustia… de verdad le hacía falta llorar. Pero en su casa no podía llorar ni quejarse y fuera no quería dar la imagen de una niña infeliz. En cambio, sonreía con cierta dificultad y tragaba sus penas.
De pronto unas hermosas margaritas llamaron su atención. A su abuela le encantaban las margaritas y éstas, particularmente, eran preciosas. Sin perder tiempo se puso a recogerlas. Era una más bonita que la otra. Cuando trataba de sacar una bastante grande sin dañarla, una mariposa amarilla y negra se cruzó ante sus ojos. Caperucita desvió la mirada. Con cuanta libertad volaba. Siguió agarrando margaritas.
¿Qué pasaría si no vuelvo hoy a casa?, se preguntó Caperucita.
Podía entregarse a la suerte del bosque, después de todo no le molestaba ser comida por una fiera. Por lo menos tendría paz consigo misma.
Sacudió la cabeza violentamente. Era una locura. Debía entregar esos remedios a su abuela. Y volver pronto; su padre era capaz de cualquier cosa y su madre podía salir herida. Tenía que dejar de soñar imposibles.
Y ahora… ¿dónde estaba? Se había perdido completamente sin poder apartar la vista de aquellas bellas flores. ¿Dónde se encontraba el sendero? Caminó un poco en distintas direcciones. Como no encontró nada familiar se sentó al lado de un arroyo. Se dejó llevar por la brisa tibia y el cosquilleo del césped en sus pies. Impulsada por el deseo de estirarse y descansar sus cansadas piernas se acostó. Decidió relajarse y tratar de no pensar en nada más. El rumor del agua que corría y de las hojas de los árboles que bailaban con el viento la adormilaban. Sólo dormitaba, pero, aún así, soñó. Soñó cosas hermosas, se sintió tan bien que no quiso dejar de pensar en aquellas maravillas y se internó en sus pensamientos.
Despertó de un sobresalto. Se había quedado dormida. Miró al horizonte ¡Se había dormido profundamente! El sol ya se estaba preparando para ocultarse. El cielo estaba celeste aún. Pero no debía perder más tiempo. Rápidamente corrió y corrió sin rumbo, esperando encontrar algo conocido que permita guiarla.
Caminó por mucho tiempo hasta que por fin, rendida, se arrodilló a sollozar al pié de un árbol ¿Qué pasaría ahora con las medicinas de su abuela? ¿qué le diría a su padre si no volvía a tiempo?
—¿Perdida? —dijo una voz grave. Pero a Caperucita no la asustó. Por el contrario, comenzó a buscar con la vista de dónde provenía. Entonces, de detrás del árbol donde ella se encontraba, apareció un lobo negro y peludo.
Aquí termina mi viaje, pensó la niña.
Pero el lobo no parecía tener intenciones de devorarla. Su mirada estaba fija en la cesta.
—Caperucita Roja… admirable —comentó el lobo mirándola de arriba a bajo —. Nunca se ha visto una niña de diez años que enfrente su dura vida con tu misma firmeza. Un manjar incomparable.
Caperucita se preguntó como sabía tanto de ella. Pero no lo dijo, estaba bastante asustada.
—¿Qué llevas en la canastilla? —preguntó el animal.
—No traigo comida, señor lobo —respondió rápidamente Caperucita —. Son solo medicamentos.
—¿Quién es la enferma?
Caperucita dudó un momento. Era una tonta pregunta, el no contestarla podría costarle la vida.
—Eh, mi abuela, señor.
—Ah, sí. Sufre del corazón ¿no?
—S-sí —respondió la niña atónita —. Iba a llevarle esto… en fin…
—No te acuerdas el camino. Bueno, a decir verdad no creo que pueda comer a una persona tan grandiosa como tú. Es más, si confías en un lobo viejo… yo conozco cada sendero, cada claro de este bosque como la palma de mi mano. Si lo deseas puedo llevarte al…
—Al otro lado del bosque, pasando el valle oscuro, tras el lago del sauce —respondió Caperucita sin pensarlo dos veces.
El discurso del lobo no era muy convincente, pero le siguió la corriente. Que más daba, no había nada a su alcance para dañarlo y, si se largaba a correr, el lobo la alcanzaría: corría mucho más rápido que ella. Y, ahora que lo pensaba, podría haberlo intoxicado con algúna medicina haciéndolo pasar por alimento, pero el lobo ya sabía lo que eran.
El lobo la llevó hasta la entrada del valle oscuro. Por un momento, Caperucita creyó que la llevaba a un escondite para comerla. Pero no lo había hecho al lado del arroyo ¿por qué lo haría ahora? Tal vez el lobo si hablaba enserio cuando decía que quería ayudarla.
El lobo le indicó el camino que debía seguir para llegar al lago del sauce. No era el mismo que siempre tomaba. Según el lobo era más corto.
Siguió el sendero incansablemente y, cuando creía que no iba a encontrarlo nunca, lo vio. El enorme sauce, en su mayor esplendor. Y, tras su cortina de hojas, la humilde casa blanca de su anciana abuela.
Corrió con una tremenda felicidad. Por fin vería a su abuela. Iba a entregarle las margaritas y a contarle sus cosas. Pobre abuela, siempre terminaba mareada luego de escuchar los interminables lamentos de su nieta. Pero siempre le daba una respuesta sabia que la hacía sentir mucho mejor.
Llegó a la puerta de la casa. Tocó sutilmente. Una, dos veces.
—¿Abuela, estás ahí?
—Ejem; sí, nietita. Entra.
Su voz estaba rara. Parecía muy enferma en verdad.
Caperucita abrió la puerta. Le dirigió a su abuela una sonrisa. Pero… estaba tapada hasta los ojos. Había algo en ella que le llamaba mucho la atención. Dudó que esa persona pudiera ser su abuela.
—¿Cómo te sientes? —dijo la niña agarrando disimuladamente un cuchillo de la alacena y escondiéndolo bajo su caperuza roja.
—Muy bien, gracias a Dios. Pero ven, cuéntame ¿siguen las peleas con tu padre?
Si no era su abuela ¿por qué hablaba igual que ella?
Caperucita se sentó en la cama y le acarició la pierna. Se sentía… ¿aterciopelada?
—¿Has cambiado de manta, abuela?
—¿Se nota? —preguntó el individuo. Su abuela nunca respondía con una pregunta. Caperucita preparó el cuchillo bajo su caperuza. Entonces vio lo que parecían ser ¿orejas? Sí, pero…
—Abuela ¿qué le ha ocurrido a tus orejas? Son más… grandes.
—Son para oírte mejor, amor.
Caperucita creyó que le estaba tomando el pelo. Pronto notó que su cuerpo era más grande de lo común. No parecía débil como el de una anciana enferma; más bien parecía el de un leñador fornido, como su padre.
—Abuela, tus manos han crecido…
—Son para abrazarte mejor.
—Y tus ojos…
—Son para verte mejor.
—Tu nariz…
—Es para olerte mejor.
Caperucita, alborotada, no se dio cuenta de que estaba haciendo demasiadas preguntas.
—Abuela que boca tan grande tienes…
—¡ES PARA COMERTE MEJOR! —la voz cambió a grave y el lobo se abalanzó sobre Caperucita. 


Eso lo explicaba todo. En el último segundo la niña sacó el cuchillo, raspándose accidentalmente y rajando su blusa, y lo clavó en el abdomen del lobo. Éste chilló. Caperucita quiso escapar pero el animal la tomó por el tobillo y la niña cayó. Intentó incorporarse, pero el lobo se le apoyó encima y la contuvo pegada al suelo.
Tenía que pasar, pensó Caperucita dándose por vencida. Al menos si iba a morir se sacaría su última duda:
—¿Qué pasó con mi abuela? —gritó, temiendo la respuesta.
El lobo sonrió maliciosamente.
—La carne era vieja pero estaba en buen estado todavía ¡Con lo que debe conformarse un lobo hambriento!
En cierta forma, Caperucita ya lo sabía. Pero al escucharlo de los labios del lobo, dicho con tanto desprecio, se llenó de una furia intensa. Lo giró aplastándole los huesos contra el suelo a causa del peso que llevaba encima y clavó el cuchillo en la pata de la fiera. Éste se levantó súbitamente y Caperucita huyó. Salió fuera. El sol casi se había ocultado y el cielo estaba pintado de un rojo claro. Tenía que volver lo antes posible. Corrió todo lo que pudo, pero el olor de sangre de lobo impregnado en su ropa le dio mucho asco. Inevitablemente vomitó sobre un lecho de tréboles. Ahora no solo tenía olor a sangre y sudor, sino también un horrible aroma a vómito. Para el arroyo faltaba mucho que recorrer, así que volvió al lago del sauce. Se agachó, comenzó a mojarse y a tomar el agua con desesperación.
Cuando se levantó para largarse a correr nuevamente alguien la apresó con una brazada. Era el lobo, con una sábana atada al estómago y otra enroscada al pié, parando así su hemorragia. Obviamente no era nada estúpido.
¿Qué podía hacer Caperucita, ahora? Ya no tenía el cuchillo (y por lo visto tampoco el lobo). La niña pegó al lobo en los testículos con el tacón de su zapato. El lobo la soltó dando un alarido.
Caperucita corrió por el bosque a más no poder. Porque, aunque estuviese herido, el lobo corría a gran velocidad. Cuando a Caperucita se le acababa el aire y sus frágiles piernas iban a torcer, el lobo se desplomó exhausto. Caperucita se alivió, pero no dejó de correr. Las estrellas se asomaban y la noche se tornaba oscura. La niña apuró el paso, gimiendo cada vez más fuerte. Llegó a la entrada de su casa, abrió la puerta y no dio crédito a sus ojos por reflejar ese espectáculo tan terrible. Su madre, tirada en un mar de sangre, agonizaba. Caperucita lloró con todas sus fuerzas y trató de socorrerla pero su madre la detuvo.
—Corre hija —dijo la mujer con dificultad—, tu padre se ha vuelto loco. Traté de explicarle con sinceridad adonde habías ido…
—¡Todo es culpa mía, lo siento! —se lamentó Caperucita. El odio hacia su padre jamás fue tan fuerte.
—¡Vete, hija… —pero antes de que su madre pudiera terminar de hablar, su padre entró dando su acostumbrado portazo.
—¡Niña malcriada! —la cólera de su padre era tan fuerte que a Caperucita el corazón le dio un vuelco. Pero el rencor la mantenía firme. Ya estaba por cometer una locura cuando se le ocurrió una muy buena idea (en realidad era su última esperanza). Se escapó por la ventana y se internó en el bosque. Su padre la siguió. Caperucita sabía que él, como buen cazador, tenía la vista y el oído muy agudo y la encontraría fácilmente. Así que resolvió subirse a un árbol, quedarse inmóvil y esperar que se valla.
Le costó mucho trepar, las piernas y los brazos desnudos se raspaban contra la corteza del árbol. Pero llegó a la copa y se escondió entre las gruesas ramas manteniendo el equilibrio. Su padre pasó bajo el árbol gritando su nombre y otros insultos. Caperucita tembló más que nunca.
¡Si me encuentra me mata!, pensó.
Él no la vio. Cuando estuvo lo suficientemente alejado, Caperucita bajó del árbol. Aún no venía la peor parte del plan. Vio a su padre a lo lejos.
¡Debo hacer que me vea o el plan va a fracasar!
Caperucita pasó frente a él.
—¡Ahí estás! —bramó su padre y comenzó a perseguirla.
Verdaderamente, con lo poco de fuerzas que le quedaban a la niña, fue un milagro que su padre no la hubiera agarrado. Llegó al camino del valle oscuro. Al doblar una curva se internó entre los espesos árboles y retomó el sendero que el lobo le había enseñado para llegar a lo de su abuela, confundiendo a su padre que no pudo seguirla. Sin poder creerlo, Caperucita llegó arrastrándose hacia donde estaba el lobo todavía tratando de incorporarse.
—¡Qué suerte que no te has muerto! —exclamó llorando fuertemente y dirigiéndose a él.
El lobo le lanzó una sombría mirada.
—¡Te lo ruego —dijo Caperucita, arrodillándose ante él —, ayúdame!
—¿Por qué tendría yo que ayudarte a tí después de lo que me has hecho?
—Por que eres mi última esperanza, y por que hay un suculento humano esperándote más allá.
El lobo sonrió como aquella vez cuando le dijo que se había comido a su abuela.
—¿Qué no lo ves? No quiero a tu abuela, ni al humano más grande del mundo ¡te quiero a ti! ¿por qué piensas que he hecho todo esto, niña?
Caperucita miró el suelo un momento.
—Si me ayudas, prometo dejar que me devores luego. Solo quiero honrar la muerte de mi madre matando al hombre que ha arruinado su vida… y la mía.
—¿Aunque debas recurrir a quien se comió a tu abuela? —preguntó el lobo.
Pero ahora no la miraba con odio, sino con profunda seriedad.
—Los lobos matan para alimentarse y vivir, es natural. Prefiero valerme de tí para eliminar al humano más horrible del mundo —su llanto se intensificó.
El lobo la miró y le sonrió tan tiernamente que ya no parecía aquella bestia asesina de hace un rato. Los dos fueron por el bosque hasta encontrar al padre de Caperucita. Ésta se le presentó. Su padre corrió hacia ella tan enfurecido que parecía que iba a explotar.
¡Si me agarra me mata!, volvió a pensar Caperucita cerrando fuertemente los ojos.
Entonces, cuando su padre estaba a menos de un metro de distancia, el lobo salió repentinamente del arbusto en el que se ocultaba y lo derribó. Su padre lo apuntó con la escopeta, pero Caperucita se lo arrancó de las grandes manos, que ya estaban muy débiles. Creyó que no podría ver la encarnizada batalla, pero ahí estaba, firme. No estaba impresionada. Le asombró que el ver las obscenas imágenes de su padre con las extremidades fuera no le halla movido un pelo. ¿Será que ya había visto suficiente sangre el día de hoy? O tal vez odiaba tanto a su padre que no le afectaba verlo morir tan ferozmente.
Como era de esperar, el lobo venció. Luego de engullir a su rival, él y la niña se dirigieron a la casa de Caperucita.
—¿Estás segura que quieres hacer esto? —preguntó el lobo.
—¡Mi madre tendrá el entierro que merece!
Con ayuda del lobo, arrastraron el cadáver de la madre de Caperucita hasta un pozo que el lobo había cavado. La enterraron.
Caperucita miró al lobo.
—Es hora de que cumpla con mi promesa —dijo con frialdad. Se arrodilló frente a él. Estaba feliz, se iría con su madre. Para tener una vida tan horrible como la suya quien querría seguir viviendo. Ahora por fin tendría la paz que quería. Moriría con la conciencia tranquila de saber que honró a su madre.
El lobo sacó la escopeta.
—¿Qué haces? —preguntó la niña con una clara inocencia que nunca había sentido antes.
—Te dispararé primero para que no sientas dolor cuando te coma. No es muy agradable que te desgarren la carne. Créeme que estoy muy orgulloso de ti y que eres la mejor víctima que halla podido tener. Te disfrutaré mucho.
—¿Siempre demuestras tu cariño de esa forma? —rió Caperucita.
—Solo cuando estoy hambriento —rió el lobo —. Es irónico que bromees antes de morir. Veo que no te importa demasiado.
Caperucita se encogió de hombros. Y el lobo concluyó:
—Hace mucho que quiero devorarte. Te respeto mucho ¿sabes?
—Bueno, deja de hablarme así o vas a encariñarte conmigo ¡aprieta el gatillo!
…………………¡BANG!


Y así termina nuestra historia.
Al final, el único que no muere, es el lobo.
Puedes verlo directamente en: http://www.zenkiu.net/es/bitacola_llegeix.php?Article=1590

18 de septiembre de 2011

Una roca que brilla cada 60 años


Posada sobre el valle vecino al Templo Fahua, en la provincia de Yunnan, se halla una curiosa roca esculpida con antiguos caracteres. Pero lo más notable de esta piedra es que, según una antigua leyenda, el sol resplandece sobre ella solamente una vez cada 60 años.

Cuentan que cuando el monje Xuanzang (602- 664 d. C.) iba de regreso a Chang’an, después de haber recibido las escrituras budistas en India, se topó con monstruos acuáticos mientras cruzaba el Río Sha. Entonces, las escrituras cayeron al agua, pero Xuanzang las rescató y buscó un lugar sobre el cual secarlas.

El monje y sus compañeros abrieron las Escrituras sobre una roca y encendieron fuego para secarlas, cuando repentinamente salió el Sol en medio de la noche, iluminando el cielo y la roca, dando el calor necesario para secar el papel mojado.

Dicen que cuando el monje recogió las hojas, observó que los escritos habían quedado impresos sobre la roca, la cual ganó desde ese entonces el nombre de “Roca para secar las escrituras al sol”.

Según informes de la prensa de Yunnan, esta roca mide más de 12 metros de altura y los árboles y la hierba crecen densamente a su alrededor.

Lo curioso es que cuando el sol se encuentra alto en el cielo, iluminando todos los rincones del valle, la roca parece no recibir la luz del astro.




En el frente de la roca, sobre su superficie plana, se observan ocho líneas de antiguos caracteres, cada una con al menos una docena ellos tallados. Además de éstos, se encuentran muchos otros finamente tallados, pero su lectura es casi imposible por el desgaste de la roca.

Algunos de estos caracteres “rizados”, aparentemente anteriores a la Dinastía Chin, son utilizados aún en el diseño de sellos.

Los Testimonios
“El sol brilla sobre la roca una vez cada 60 años. Después de la puesta del sol, el mismo sale detrás de las montañas esa misma noche”, cuenta un profesor de apellido Cao, estudioso de la historia, cultura y geografía china.

Cao evoca relatos de los ancianos de un pueblo cercano a la roca, en particular uno de un leñador que suele ir a la montaña todos los días para recoger leña, pasando de manera obligada cerca de la piedra. Según la historia, una noche, cuando el leñador pasaba junto a la roca, vio salir el sol de nuevo después de haberse ocultado el mismo día. La luz brillante iluminó la roca. Sorprendido, soltó la leña y corrió al pueblo para contarles a los demás.

De acuerdo otro relato narrado por un monje del Templo Fahua, hace unos años la roca brilló por varios minutos la víspera del 20 de marzo.

“Fue alrededor de las 6:00 pm, durante el equinoccio de la primavera de 2005. Vi que el sol iluminaba la roca durante media hora”, contó el monje. “Fue durante la estación lluviosa, y el templo estaba más bien oscuro, como de costumbre. De repente, el sol llenó la sala”.

A pesar de años de haber vivido en el monasterio, el monje aseguró esa fue la única vez que vio el sol en la roca.

De acuerdo con los archivos de la Prefectura de Anning, en una ocasión que la piedra brilló, la barba y cabello en los retratos de Buda en las paredes se hicieron increíblemente vívidos. Poco después, el sol se había ido, y todo se volvió oscuro otra vez.

“Esto fue informado en 1921. La leyenda local dice que el día después del equinoccio de primavera, una vez cada 60 años, después de ocultarse el sol, sale nuevamente en la misma tarde. El Sol brilla sobre la cima de las montañas y el valle, iluminado la roca especial. Los bosques reviven su color, los retratos de Buda irradian un aura dorada, y la sala del templo se llena de brillantes rayos de luz”.

13 de septiembre de 2011

La Leyenda de Meng Tiang



Esta campesina china recorrió una distancia enorme para llevarle alimento, en la dura estación del invierno, a su marido, el cual se encontraba trabajando en la ciclópea construcción de La Gran Muralla China, erigida por orden de Quin Shih Huang-Ti, primer emperador de China; construcción la cual, por los enormes costes tanto materiales como humanos que le estaba costando al pueblo, llevaba al acúmulo de rencor, y del miedo, del pueblo de la recién nacida China a sus gobernantes. Cuando llegó, su marido había muerto el día anterior a causa de un derrumbe. Su cuerpo, en un mundo antiguo donde no debe malgastarse nada, fue empleado como masa para la construcción de una parte de la misma muralla responsable de su muerte. La leyenda dice que Meng Tiang lanzó un tan doloroso alarido de angustia, que rajó de parte a parte la zona del muro donde se encontraba el cuerpo de su marido, formándose una grieta que nunca más se pudo recomponer.


7 de septiembre de 2011

PIEL DE OSO

Un joven soldado que atravesaba un bosque, fue a encontrarse con un mago. Este le dijo: -Si eres valiente, dispara contra el oso que está a tu espalda. El joven disparó el arma y la piel del oso cayó al suelo. Este desapareció entre los árboles.
-Si llevas esa piel durante tres años seguidos -le dijo el mago- te daré una bolsa de monedas de oro que nunca quedará vacía. ¿Qué decides? El joven se mostró de acuerdo. Disfrazado de oso y con dinero abundante, empezó a recorrer el mundo. De todas partes le echaban a pedradas. Sólo Ilse, la hermosa hija de un posadero, se apiadó de él y le dio de comer.
-Eres bella y buena, ¿quieres ser mi prometida? -dijo él. -Sí, porque me necesitas, ya que no puedes valerte por ti mismo -repuso Ella. El soldado, enamorado de la joven, deseaba que el tiempo pasase pronto para librarse de su disfraz. Transcurridos los tres años, fue en busca del mago. -Veo que has cumplido tu promesa -dijo éste-. Yo también cumpliré la mía. Quédate con la bolsa de oro, que nunca se vaciará y sé feliz. En todo aquel tiempo, Ilse lloraba con desconsuelo. -Mi novio se ha ido y no sé dónde está.
-Eres tonta -le decía la gente-; siendo tan hermosa, encontrarás otro novio mejor. -Sólo me casaré con "Piel de Oso" -respondía ella. Entonces apareció un apuesto soldado y pidió al posadero la mano de su hija. Como la muchacha se negara a aceptarle, él dijo sonriente: -¿No te dice el corazón que "Piel de Oso" soy yo?
Se casaron y no sólo ellos fueron felices sino que, con su generosidad, hicieron también dichosos a los pobres de la ciudad. Fin

5 de septiembre de 2011

RECUERDOS DE LA NIÑEZ: LAS MUÑECAS RECORTABLES

Cuando era una niña estaba deseando que llegaran los domingos para que me dieran la propina y así poder ir al kiosko a comprarme una muñequita recortable. Recuerdo la impaciencia al abrirla y ver todos los vestiditos que traía, los nervios al recortarla con todo el cariño del mundo, y las lágrimas si alguna vez la recortaba mal o se me rompía. Aquí os dejo una muestra de las que eran mis favoritas: La editorial Roma, sin duda, una de las más significativas:
También la editorial Bruguera tenía unas muñequitas que me encantaban, aquí os dejo una, que además me envió otra bloguera, ¡Gracias Marta!
TIENE MUCHOS MÁS VESTIDOS Y ES UNA PRECIOSIDAD Esta es sólo una pequeña muestra de toda esa gran colección que hay detrás de los recortables de muñecas. En breve compartiré muchos más con todas vosotras

La muchacha caracol

La muchacha caracol es un cuento de origen tibetano que me contaron cuando era pequeña y hoy, al navegar por la red, me lo encontrado de pronto y me ha traído buenos recuerdos. Ahora quiero compartirlo con vosotros.
LA MUCHACHA CARACOL
Cierta vez y en cierto lugar había tres hermanas: la hermana Oro, la hermana Plata y la hermana Caracol. Las tres eran inteligentes, laboriosas y bellas como los crisantemos de la montaña.
La hermosura de las muchachas cobró fama por lo que el ir y venir de los jóvenes de las aldeas cercanas y lejanas para proponerles matrimonio era tan interminable como la ronda de las abejas en la primavera. Sin embargo, las hermanas Oro y Plata tenían muchas pretensiones, con mucha malicia; a éste lo encontraban pobre, aquél otro era feo, de forma que escogiendo y escogiendo no habían encontrado todavía uno que las satisficiera. Pero la hermana Caracol no se parecía en nada a las otras dos. Aunque muy pequeña, era bondadosa y sólo pretendía un joven laborioso como compañero para sus días. Una madrugada, cuando la hermana Oro se disponía a ir a buscar agua con el cubo áureo a la espalda, abrió la puerta de la casa y se pegó tal susto que tuvo que retroceder. Y es que en el umbral estaba durmiendo un mendigo viejo, sucio y harapiento, que le obstaculizaba el paso. La joven agitó la mano y dijo, fastidiada: - Apártate, apártate, deja pasar a la joven Oro que va a buscar agua. El anciano pordiosero despegó un poco los párpados y dijo indiferente: - ¿Necesitas el agua para algo importante? - Mi padre la necesita para fermentar vino, mi madre para hacer mantequilla, y yo para lavarme la cabeza, ¿cómo no va a ser importante? – replicó con una mueca de desprecio. - Yo no me puedo levantar – contestó el mendigo, al tiempo que volvía a cerrar los ojos –. Si quieres ir a buscar agua, pasa por encima mío.
La muchacha levantó la cabeza y respondió, completamente indiferente: - He franqueado el lugar de reunión de mi padre y el sitio donde mi madre conversa, ¿por qué no habría de pasar por encima de ti? Y dicho y hecho, pasó muy enojada por encima del cuerpo del mendigo. Al día siguiente le tocaba a la hermana Plata ir a buscar agua. Iba con el cubo plateado a cuestas cuando abrió la puerta de la casa y viendo que allí dormí aun mendigo se pegó tal susto que retrocedió dos pasos, al tiempo que decía: - Apártate, apártate, deja pasar a la joven Plata que va a buscar agua. El mendigo le lanzó una mirada y contestó: - ¿Necesitas el agua para algo importante? A la muchacha, impaciente, se le inflamaron los ojos de cólera y replicó: - Mi padre la necesita para fermentar vino, mi madre para hacer mantequilla, y yo para lavarme la cabeza, ¿cómo no va a ser importante? El mendigo se envolvió en su ropa de arpillera, cerró los ojos y contestó: - Si quieres ir a buscar agua, pasa por encima mío, yo no me puedo levantar. La joven se levantó un poco la falda que le llegaba a los pies y dijo: - He franqueado el lugar de reunión de mi padre y allí donde mi madre habla, ¿por qué no voy a poder pasar por encima tuyo? Y acto seguido pasó por encima del hombre y se fue a buscar agua. El tercer día le tocaba a la hermana Caracol ir a recoger agua. Se levantó por la mañana muy temprano, se cargó muy contenta a la espalda el cubo de concha y cuando abrió la gran puerta para salir se sobresaltó al ver que allí estaba durmiendo un viejo y sucio pordiosero. La hermana Caracol sintió pena por el hombre de edad avanzada y no quiso molestarlo por lo que lo llamó suavemente:
- Por favor, déjeme pasar que voy a buscar agua. Pero el mendigo ni se movió ni abrió los ojos. - No estoy obstaculizando tu camino – dijo el anciano – puedes pasar por encima mío. - No he franqueado el lugar donde se reúne mi padre ni el sitio donde conversa mi madre, tampoco puedo pasar por encima de ti. La joven, muy suavemente, dio la vuelta alrededor del cuerpo del viejo y cantando llegó a la orilla del río. El sauce de la orilla ya exhibía sus brotes verdes y las aguas corrían armoniosamente. Ella descargó el cubo de conchas, se arrodilló, bebió unos sorbos de agua cristalina y luego fue llenando el recipiente con el cucharón de conchas. En ese momento se las vio negras. ¿Cómo cargar el cubo sin la ayuda de otra persona? La joven miró en derredor suyo pero no divisó ni una sombra. Ya estaba muy inquieta sintió como un destello ante sus ojos: hete aquí al mendigo parado delante suyo. Ya no parecía aquel viejo medio moribundo sino que se le veía muy animado. - Jovencita Caracol, voy a ayudarte a levantar el cubo – le dijo. La joven se puso muy contenta, se arrodilló y pegó la espalda al cubo, luego se colocó la pértiga en el hombro. El hombre en cuestión parecía querer crearle dificultades al levantar la pértiga un poco más arriba a veces y otras más abajo, de manera que ella no encontraba una manera cómoda de llevarla. La muchacha intentó pararse varias veces pero no lo logró. Finalmente, cuando ya lo había conseguido, como el cubo no había sido bien amarrado a la pértiga resbaló por ésta hasta caer hecho añicos. La muchacha, afligida por la pérdida del cubo y con miedo de que sus padres la rezongaran al volver a la casa se tapó la cara y sollozó. En cambio, el viejo no se inmutó para nada, por el contrario le dijo sonriendo: - ¿Qué tiene de especial este cubo? Yo puedo darte uno. La joven no contestó sino que lloró con más fuerza, pensando: “Este pobretón, ¡con qué me lo va a poder devolver! Este no es un cubo común, está hecho de conchas y no se vende en ninguna parte.” Quién se imaginaría que el viejo tenía su solución. Asió una a una las conchas, las mezcló y luego le dijo: - Mira, muchacha Caracol, ¿acaso no está bueno el cubo? ¡Cómo le iba a creer la joven! Ella pensaba: “Evidentemente se ha roto, no te rías de mí.” Pero no pudo contener la curiosidad y miró: qué curioso, el cubo de conchas estaba enterito. Además, estaba lleno de agua cristalina. Se alegró tanto que hasta le vinieron deseos de cantar y pensó: “Este pordiosero no es una persona del montón seguramente, tal vez sea un genio”.
- Eres realmente una buena persona, me has salvado, ¿te puedo ayudar en algo? – le manifestó agradecida. - No tengo donde dormir esta noche, me gustaría descansar sólo por hoy en la cocina de tu casa. - Temo que mi madre no acepte, ella odia a los mendigos. Pero no te preocupes, yo se lo voy a rogar. - No es necesario que lo hagas, muchacha. Si ella no está de acuerdo, tú le das lo que está dentro del cubo. La chicuela no tenía claro qué es lo que había dentro del recipiente. Pero impresionada por quien creía un genio no preguntó más nada y retornó a su casa cargando el cubo con la pértiga. Una vez en el hogar, al tiempo que vertía el agua en el recipiente de bronce, le comentó a su madre que un mendigo quería pasar la noche en la cocina de la casa. La señora frunció las cejas y reflexionó. - ¿Cómo vamos a permitir que un viejo y sucio vagabundo pase la noche en la cocina de nuestra casa?... En ese mismo momento ¡plaf! se oyó el ruido de una cosa amarilla que había caído dentro del cubo. Fue entonces que la muchacha recordó las palabras del mendigo y dijo: - Además, él me dijo que le diera a mi madre lo que hay dentro del cubo. La madre observó: aquello que había sonado era un anillo de oro por lo cual desfrunció el ceño y sonrió. - Bueno, dejémoslo que duerma esta noche en la cocina – dijo. Después de la cena toda la familia se reunió a charlar. El padre bebía té con mantequilla y la madre tejía. Hablando y hablando se tocó el tema del casamiento de las muchachas. - Yo me quiero casar con el rey de la India – dijo la hermana Oro. - Y yo con el rey de aquí – dijo la hermana Plata. Cuando el padre le preguntó a la tercera, ésta se quedó sin saber qué decir. En ese momento entró sin anunciarse el mendigo y se dirigió a los mayores. - Quiero hacerle de casamentero a la joven Caracol. Alguien tan hermoso y bueno como ella debe casarse con Gongzela. ¿Quién era ese Gongzela y dónde vivía? Nadie lo sabía ni había oído hablar de él. Los padres pensaron: “Este mendigo loco ¿a qué persona de renombre y posición puede conocer? Seguramente está proponiendo a otro pordiosero”. Cuando sus pensamientos llegaron a este punto los dos menearon la cabeza negativamente. Las otras dos hermanas estaban cuchicheándose al oído sin poder dejar de mirar a la otra con una sonrisa fría. El mendigo se dio vuelta y le preguntó a la hermana Caracol: - Gongzela es una buena persona, ¿estás dispuesta a casarte con él? - No sé quién es – dijo ella. - Confía en mí, no te engañaré, Gongzela podrá hacerte feliz. La joven recordó lo que había sucedido aquella mañana. Ella sabía que el mendigo no haría trampas y asintió con la cabeza. - Te creo y quiero casarme con Gongzela, pero, ¿dónde vive? ¿Y qué tipo de persona es? - Eres realmente una muchacha inteligente. Si quieres buscar a Gongzela vente conmigo. Siguiendo las huellas de mi bastón llegarás hasta el lugar donde él habita.
Y dicho esto el anciano se dirigió hacia la puerta. La chica lo siguió mientras los padres, al ver que no la podían detener, montaron en cólera: - Si te vas, no te vayas a arrepentir luego, porque en esta casa ya no podrás entrar. Las otras dos jóvenes estaban a un lado sonriendo irónicamente. La hermana Caracol atravesó el umbral de su casa pero ya no se veía ni la sombra del viejo mendigo. Del cielo colgaba una luna brillante que alumbraba el camino y ella encaminó sus pasos siguiendo las huellas del bastón del viejo. Cuando la luna se iba escondiendo por el occidente y el sol se elevaba por el oriente, la joven, que no sabía cuánto había caminado ya, llegó a un gran dique. Sobre éste retozaba un rebaño de cientos de ovejas que semejaban en su conjunto un ramo de flores. Ella le preguntó al niño pastor: - ¿Has visto pasar por aquí a un viejo mendigo? - No. Sólo he visto pasar hace un momento a Gongzela, estas ovejas son suyas. La muchacha agradeció al niño y siguió camina que camina hasta encontrar un vaquero. - ¿Has visto pasar por aquí a un viejo mendigo? - No. Sólo he visto a Gongzela que hace apenas un momento pasó por aquí. Estas vacas son todas suyas. La joven se despidió del vaquero y prosiguió marchando hasta que se topó con un recuero y le preguntó: - ¿Has visto pasar por aquí a un viejo mendigo? - Sólo he visto pasar hace apenas un momento a Gongzela, estos caballos son de él, si quieres verlo sigue hacia adelante. Tan idéntica respuesta de los tres hombres hizo sospechar a la joven, que pensaba mientras caminaba: “Al final de cuentas ¿qué tipo de persona es Gongzela? ¿Cómo puede tener tanto ganado? ¿El viejo mendigo será Gongzela? ¿Acaso me voy a casar con un viejo mendigo?” Pensando esto, de pronto levantó la cabeza y notó el término de un dique y un gran edificio parecido a un palacio que fulguraba, semioculto, con un brillo dorado. Entonces dio con un hombre canoso y le preguntó: - Disculpe, ¿ha visto pasar a un anciano mendigo? - No, - contestó el anciano sonriente – por aquí sólo acaba de pasar Gongzela. La muchacha señaló el palacio a lo lejos y preguntó: - Dígame por favor, ¿qué templo es aquél? ¿Qué buda hay allí? - Muchacha, ese es el palacio de Gongzela, no es un templo. Sigue este camino, él te está esperando – expresó lleno de amabilidad.
La muchacha agradeció al hombre de pelo cano y se encaminó hacia el palacio. Por cada lugar por donde pisaban sus pies iban surgiendo del suelo flores, como por arte de magia, que compitiendo en colorido e inundando el aire de perfume parecían estar dando la bienvenida a quien llegara. Las flores lozanas se abrían al paso de la muchacha, formando así un camino florido que la condujo al frente del palacio. Cuando ella pisó la escalera del edificio, la gran puerta se abrió inmediatamente. Gongzela junto con su séquito, vestido del color del arco iris, portando perlas, turquesas y corales, salió a recibirla y a pedirla en matrimonio. Ella notó impactada que Gongzela era un rey joven y guapo, por lo cual lo aceptó sin reservas: en ese momento supo que Gongzela no era otro que el viejo mendigo disfrazado. Gongzela se sentó en una cama de oro y la muchacha vistió la ropa irisada, se enjoyó y se sentó en una cama de plata. Escogieron de mutuo acuerdo un día apropiado y se unieron como esposos viviendo muchos años felices en aquel palacio.

28 de agosto de 2011

Yeh Shen, la Cenicienta china

Hoy, navegando por internet, he encontrado esta versión china de la Cenicienta y quería compartirla con todos vosotros. Es una versión que procede de la dinastía T´ang(618-927 a.C) una época en la que un hombre podía estar casado con varias mujeres a la vez. Yeh - Shen (Ai Ling Louie - Cuento de China)
En el lejano pasado, aun antes de las dinastías Qin y Han, en las cavernas del sur de China, había un pueblo cuyo jefe se llamaba Wu. Como era costumbre en esos días, el jefe Wu había tomado como esposas a dos mujeres. Cada esposa había dado a Wu una pequeña hija. Pero una de las esposas enfermó y murió, y pocos días más tarde, el jefe Wu cayó a la cama y también murió.
Yeh- Shen, la pequeña huérfana, pasó su niñez en la casa de su madrastra. Era una hermosa y encantadora niña, cuya piel era tan suave como el marfil y sus ojos eran como dos lagunas oscuras. Su madrastra estaba celosa de toda esta belleza y bondad, puesto que su propia hija no era nada de bella. Así, en su disgusto, le dio a Yeh-Shen las labores más pesadas y desagradables.
El único amigo que tenía Yeh-Shen era un pez que había capturado para criarlo. Era un her¬moso pez con ojos dorados, y cada día salía del agua, y posaba su cabeza en la orilla de la fuente, esperando que Yeh- Shen lo alimentara. La madrastra de Yeh-Shen no le daba mucha comida, pero la huérfana siempre encontraba algo para compartir con su pez, el que fue creciendo hasta alcanzar dimensiones enormes.
De alguna forma la madrastra se enteró de esto. Se enojó mucho al descubrir que Yeh-Shen guardaba un secreto.
Bajó corriendo hasta la fuente, pero no pudo descubrir al pez, pues la mascota de Yeh-Shen, sabiamente, se había escondido. La madrastra, sin embargo, era una mujer hábil, y pronto ideó un plan. Caminó hasta la casa y gritó: - Yeh-Shen, ve y trae un poco de leña. Pero espera. Los vecinos te pueden ver. Deja tu asqueroso abrigo aquí. Cuando la niña se alejó de su vista, su madrastra se puso el abrigo y regresó a la fuente. En ese momento el gran pez vio el abrigo de Yeh-Shen que le era familiar, y se acercó a la orilla esperando ser alimentado. Pero la madrastra, que había escondido una daga en la manga, acuchilló al pez, lo envolvió en su ropa y se lo llevó a casa para cocinarlo en la noche. Cuando Yeh-Shen llegó a la fuente esa tarde encontró que su amigo había desaparecido. Abrumada por el dolor, la niña dejó caer sus lágrimas en las quietas aguas de la fuente.
- Ay, pobre niña -dijo una voz. Yeh-Shen se levantó y encontró a un anciano que la observaba. Él tenía las vestimentas másraídas que uno pueda imaginar y su cabello caía sobre sus hombros. - Querido tío, ¿quién eres? -preguntó Yeh-Shen. - Eso no tiene importancia, hija mía. Todo lo que debes saber es que he sido enviado para contarte acerca de los maravillosos poderes que tiene tu pez. - Mi pez, pero, señor... -Los ojos de la niña se llenaron de lágrimas y no pudo continuar. El anciano suspiró y dijo: - Sí, mi niña, tu pez ya no vive, y debo decirte que tu madrastra es una vez más la razón de tu pena. Yeh-Shen se horrorizó, pero el viejo continuó: - No nos lamentemos de cosas pasadas -dijo-, porque te he traído un regalo. Ahora debes escuchar con atención esto: las espinas de tu pescado están llenas de un espíritu poderoso. Cuando estés en serios apuros, debes arrodillarte ante ellas y hacerles saber los deseos de tu corazón. Perono derroches sus dones. Yeh-Shen quería hacerle muchas otras preguntas al sabio, pero él se elevó al cielo antes de que ella pudiera pronunciar una palabra. Con el corazón muy acongojado, Yeh-Shen se encaminó hacia el montón de estiércol para reunir los restos de su amigo. El tiempo pasó y Yeh-Shen, que permanecía mucho sola, encontró consuelo al hablarle a las espinas de su pescado. Cuando estaba con hambre, lo que ocurría con frecuencia, Yeh-Shen le pedía comida a las espinas. De esta manera, Yeh-Shen se las arreglaba para vivir día a día, pero estaba temerosa de que su madrastra fuera a descubrir su secreto y le quitara, incluso, eso. Así transcurrió el tiempo y llegó la primavera. El festival se acercaba. Era la época más atareada del año. ¡Había tanto que cocinar, limpiar y coser! Yeh-Shen difícilmente tenía un rato de descanso. En el festival de primavera los jóvenes y las niñas de la aldea esperaban encontrarse y elegir con quién se iban a casar. Cómo ansiaba Yeh-Shen ir también. Pero su madrastra tenía otros planes. Ella esperaba encontrar un esposo para su propia hija y no quería que ningún otro hombre viera a la hermosísima Yeh-Shen primero. Cuando finalmente llegaron las fiestas, la madrastra y su hija se vistieron con los trajes más elegantes y llenaron sus canastos con dulces.
- Debes quedarte en casa ahora, y velar por que nadie robe fruta de nuestros árboles -le dijo la madrastra a Yeh-Shen, partiendo, luego, al banquete con su propia hija. En cuanto estuvo sola, Yeh-Shen fue a hablar con las espinas de su pescado. - Ay, querido amigo -dijo, arrodillada ante las maravillosas espinas-. Deseo tanto ir al festival, pero no puedo mostrarme con estos andrajos. ¿Hay alguna parte donde yo pudiera conseguir ropa adecuada para ir a la fiesta? De inmediato se encontró vestida con un traje de azul intenso, con un manto de brillo metálico sobre sus hombros, hecho con plumas de martín pescador. Pero lo mejor de todo era que en sus pequeños pies calzaba las zapatillas más hermosas que jamás se hayan visto. Estaban hiladas con oro, siguiendo el diseño de las escamas de un pez, y las suelas brillantes estaban hechas de oro puro. Había magia en ese calzado porque debería haber sido bastante pesado; sin embargo, cuando Yeh-Shen caminaba, sus pies se sentían tan livianos como el aire. - Asegúrate de no perder uno de tus zapatos dorados -le dijo el espíritu de las espinas. Yeh- Shen prometió ser cuidadosa. Encantada con su transformación, se despidió calurosamente de las espinas de su pescado, a medida que se alejaba ligera para unirse al festejo. Ese día Yeh-Shen obligó a todos a darse vuelta cuando apareció en la fiesta. Toda la gente a su alrededor murmuraba: - ¡Miren esa hermosa muchacha!
¿Quién podrá ser? Pero por sobre el murmullo, se escuchó decir a la hermanastra: - Madre, ¿no te recuerda a nuestra Yeh-Shen? Al escuchar esto, Yeh-Shen se sobresaltó y huyó antes de que su hermanastra la pudiera observar más de cerca. Bajó por la montaña, y en esto perdió una de sus zapatillas de oro. No bien cayó el zapato, sus ropas se convirtieron nuevamente en harapos. Sólo una cosa quedó: la otra pequeña zapatilla dorada. Yeh-Shen corrió hasta las espinas de su pescado y le devolvió la zapatilla, prometiendo encontrar también la otra. Pero ahora las espinas permanecieron en silencio. Con pena, Yeh-Shen pudo comprobar que había perdido a su único amigo. Escondió la pequeña zapatilla en su viejo camastro y salió afuera a llorar. Apoyada en un árbol con frutas, sollozó y sollozó hasta que cayó dormida. La madrastra abandonó la celebración para ir a vigilar a Yeh-Shen, pero cuando regresó a casa, encontró a la niña profundamente dormida, con los brazos aferrados al árbol frutal. Entonces, sin pensar más, regresó a la fiesta. Mientras tanto, un aldeano había encontrado la zapatilla. Al reconocer su valor, la vendió a un mercader, quien la presentó, a su vez, al Rey de la isla de T'o Han. El Rey se puso más que contento al aceptar la zapatilla como un regalo. Estaba fascinado con el pequeño objeto, que estaba labrado con los metales más preciosos, y que no hacía ningún ruido cuando tocaba una piedra. Mientras más se admiraba de su belleza, más decidido estaba a encontrar a la mujer a quien le pertenecía el zapato. La búsqueda se inició entre las damas de su propio reino, pero todas las que se probaban la sandalia la encontraban terriblemente pequeña. Audazmente, el Rey ordenó que la búsqueda incluyera a las mujeres de las cuevas de los alrededores donde se había encontrado la sandalia. Como se dio cuenta de que iba a tomar muchos años el que cada mujer llegara hasta la isla que él gobernaba, y se probara la zapatilla, se le ocurrió una forma para hacer llegar a la mujer apropiada. Hizo colocar la sandalia en un pabellón a la orilla del camino, cerca de donde había sido encontrada, y el portavoz anunció que la iban a devolver a su verdadera dueña. Entonces, el Rey y sus hombres se escondieron en un lugar cercano, y esperaron para descubrir a la mujer de pies pequeños que iba a reclamar su sandalia. Todo ese día el pabellón estuvo repleto de mujeres provenientes de las cuevas, que habían venido a probarse el calzado. La madrastra de Yeh-Shen y su hermanastra se encontraban entre ellas, pero no así Yeh-Shen a quien habían dejado en casa.
Al término del día, aunque muchas mujeres habían intentado fervientemente ponerse la zapatilla, nadie lo había conseguido. Fatigado, el Rey continuó su vigilia durante la noche. No fue sino hasta lo más oscuro de la noche, mientras la luna estaba escondida detrás de una nube, que Yeh-Shen se atrevió a mostrar su cara en el pabellón; incluso, cruzó tímidamente el piso en puntillas. Cayendo sobre sus rodillas, la niña con harapos examinó el pequeño zapato. Sólo cuando estuvo segura de que era el compañero que le faltaba a su zapatilla dorada, se atrevió a tomarlo. Por fin, podía devolver ambos zapatitos a las espinas del pescado. Seguramente su adorado espíritu le iba a hablar de nuevo. Al ver a Yeh-Shen cogiendo la zapatilla, el primer pensamiento del Rey fue tomarla prisionera como si fuera una ladrona. Pero cuando ella se dio vuelta para emprender el regreso, él recibió una visión fugaz de su rostro.
Al instante, el Rey fue invadido por la dulce armonía de sus rasgos, que no concordaba, al parecer, con los harapos que vestía. La miró más de cerca y observó que ella caminaba sobre los pies más pequeños que había visto jamás. Con un gesto de su mano, el Rey indicó que esta andrajosa creatura estaba autorizada para llevarse la zapatilla dorada. Calmadamente, los hombres del Rey se escabulleron y la siguieron hasta su casa. Durante todo ese tiempo, Yeh-Shen no se había dado cuenta de todo el alboroto que había provocado. Había regresado a casa, y estaba por esconder las sandalias debajo de su camastro, cuando golpearon la puerta. Yeh-Shen fue a ver quién era, y se encontró con un Rey. Primero se asustó mucho, pero el monarca le habló de una manera amable y le pidió que se probara las zapatillas. La muchacha hizo lo que le pedía, y en cuanto se las calzó, sus andrajos se transformaron, una vez más, en el manto de plumas y el hermoso traje azul intenso. Su dulzura la hacía verse como una creatura celestial, el Rey supo de pronto en su corazón que había encontrado a su amor verdadero. No mucho después de esto, Yeh-Shen contrajo matrimonio con el Rey. Pero el destino no fue tan generoso con su madrastra y su hermanastra. Como habían sido poco amables con su amada, el Rey no iba a permitir que Yeh-Shen las trajera a palacio. Ellas permanecieron en su vivienda en la cueva, donde un día, así dicen, murieron destrozadas por una lluvia de piedras.