—¿Así que ahora la culpa de que nuestra situación económica esté tan mal es mía?
¡Dile a tu madre que deje de depender de nosotros! ¡Sus benditas medicinas valen
un ojo de la cara!
La madre de Caperucita calló gravemente y salió de la habitación. El padre la
siguió.
—¡Vístete, vamos! —le gritó a Caperucita antes de cerrar la puerta, aún mas fuerte
que antes.
Caperucita se puso su blusa blanco marfil y su falda celeste de verano. Aún con
la puerta cerrada, los gritos de sus padres en el piso de abajo retumbaban en
su alcoba.
Su padre, harto de gritar “¡Baja de una buena vez, niña inútil!”, en medio de
los chillidos de su madre, subió las escaleras y tomó a Caperucita del brazo.
La llevó a los tirones por las escaleras.
—Puedo bajar sola —murmuró Caperucita, sin poderse contener.
—¿Qué has dicho? —bramó su padre encolerizado. Caperucita se puso pálida y no
respondió. Entonces su padre la sacudió violentamente —¿Qué has dicho maldita?
Caperucita casi cae por las escaleras, si no fuera por que su madre se le acercó
y la agarró enseguida. La abrazó fuertemente.
Su padre refunfuñó algo incomprensible, se puso el rifle en el hombro y un pedazo
de pan duro en el bolsillo de su ancho saco verde, y salió con ímpetu al bosque.
La madre de Caperucita se tapó la cara porque no pudo ocultar más sus lágrimas.
Sus manos sangraban, ahora se había dado cuenta Caperucita. Pero no se animaba
a preguntar que le había pasado. Ya lo sabía. Intentó abrazar a su madre, pero
ésta le puso una cesta en sus manos.
—Caperucita querida —dijo mirándola esperanzada —, llévale estas medicinas a
tu abuela.
—Claro —contestó Caperucita y se colocó su larga caperuza roja. Se colgó la cesta
en el brazo y saludó a su madre quién le acarició sus bucles rubios.
—Escucha hija —advirtió su madre desde la puerta —, no hables con nadie que no
conozcas ¿me oíste?
¿Hablar? ¿con quién?, pensó Caperucita.
Ella no hablaba con casi nadie, le costaba mucho comunicarse.
—Y vuelve antes del anochecer. Si tu padre se entera de que fuiste a llevarle
a tu abuela esas medicinas tan caras…
—Volveré lo más rápido que pueda —contestó la niña con firmeza —, no te preocupes.
Era una radiante mañana. El canto de los pájaros, las hermosas mariposas que
volaban sobre las coloridas flores que la primavera ofrecía, hicieron olvidar
a Caperucita por un momento sus problemas.
Caminó un rato mirando cada detalle de cada árbol, flor, animal que se le cruzaba.
Entonces vio un par de chicas que jugaban emitiendo pícaras risas. A Caperucita
le hubiese gustado compartir con ellas esa felicidad. Pero entonces una agarró
una muñeca de vestido azul y su amiga se la arrancó de las manos. Las dos se pusieron
a llorar melancólicamente.
Que simples son sus vidas, pensó Caperucita. Lloran por una muñeca. Daría lo
que fuera por llorar con tanta libertad y fuerza como ellas. Es que el llanto…
no me sale.
Dentro de ella había un gran dolor y angustia… de verdad le hacía falta llorar.
Pero en su casa no podía llorar ni quejarse y fuera no quería dar la imagen de
una niña infeliz. En cambio, sonreía con cierta dificultad y tragaba sus penas.
De pronto unas hermosas margaritas llamaron su atención. A su abuela le encantaban
las margaritas y éstas, particularmente, eran preciosas. Sin perder tiempo se
puso a recogerlas. Era una más bonita que la otra. Cuando trataba de sacar una
bastante grande sin dañarla, una mariposa amarilla y negra se cruzó ante sus ojos.
Caperucita desvió la mirada. Con cuanta libertad volaba. Siguió agarrando margaritas.
¿Qué pasaría si no vuelvo hoy a casa?, se preguntó Caperucita.
Podía entregarse a la suerte del bosque, después de todo no le molestaba ser
comida por una fiera. Por lo menos tendría paz consigo misma.
Sacudió la cabeza violentamente. Era una locura. Debía entregar esos remedios
a su abuela. Y volver pronto; su padre era capaz de cualquier cosa y su madre
podía salir herida. Tenía que dejar de soñar imposibles.
Y ahora… ¿dónde estaba? Se había perdido completamente sin poder apartar la vista
de aquellas bellas flores. ¿Dónde se encontraba el sendero? Caminó un poco en
distintas direcciones. Como no encontró nada familiar se sentó al lado de un arroyo.
Se dejó llevar por la brisa tibia y el cosquilleo del césped en sus pies. Impulsada
por el deseo de estirarse y descansar sus cansadas piernas se acostó. Decidió
relajarse y tratar de no pensar en nada más. El rumor del agua que corría y de
las hojas de los árboles que bailaban con el viento la adormilaban. Sólo dormitaba,
pero, aún así, soñó. Soñó cosas hermosas, se sintió tan bien que no quiso dejar
de pensar en aquellas maravillas y se internó en sus pensamientos.
Despertó de un sobresalto. Se había quedado dormida. Miró al horizonte ¡Se había
dormido profundamente! El sol ya se estaba preparando para ocultarse. El cielo
estaba celeste aún. Pero no debía perder más tiempo. Rápidamente corrió y corrió
sin rumbo, esperando encontrar algo conocido que permita guiarla.
Caminó por mucho tiempo hasta que por fin, rendida, se arrodilló a sollozar al
pié de un árbol ¿Qué pasaría ahora con las medicinas de su abuela? ¿qué le diría
a su padre si no volvía a tiempo?
—¿Perdida? —dijo una voz grave. Pero a Caperucita no la asustó. Por el contrario,
comenzó a buscar con la vista de dónde provenía. Entonces, de detrás del árbol
donde ella se encontraba, apareció un lobo negro y peludo.
Aquí termina mi viaje, pensó la niña.
Pero el lobo no parecía tener intenciones de devorarla. Su mirada estaba fija
en la cesta.
—Caperucita Roja… admirable —comentó el lobo mirándola de arriba a bajo —. Nunca
se ha visto una niña de diez años que enfrente su dura vida con tu misma firmeza.
Un manjar incomparable.
Caperucita se preguntó como sabía tanto de ella. Pero no lo dijo, estaba bastante
asustada.
—¿Qué llevas en la canastilla? —preguntó el animal.
—No traigo comida, señor lobo —respondió rápidamente Caperucita —. Son solo medicamentos.
—¿Quién es la enferma?
Caperucita dudó un momento. Era una tonta pregunta, el no contestarla podría
costarle la vida.
—Eh, mi abuela, señor.
—Ah, sí. Sufre del corazón ¿no?
—S-sí —respondió la niña atónita —. Iba a llevarle esto… en fin…
—No te acuerdas el camino. Bueno, a decir verdad no creo que pueda comer a una
persona tan grandiosa como tú. Es más, si confías en un lobo viejo… yo conozco
cada sendero, cada claro de este bosque como la palma de mi mano. Si lo deseas
puedo llevarte al…
—Al otro lado del bosque, pasando el valle oscuro, tras el lago del sauce —respondió
Caperucita sin pensarlo dos veces.
El discurso del lobo no era muy convincente, pero le siguió la corriente. Que
más daba, no había nada a su alcance para dañarlo y, si se largaba a correr, el
lobo la alcanzaría: corría mucho más rápido que ella. Y, ahora que lo pensaba,
podría haberlo intoxicado con algúna medicina haciéndolo pasar por alimento, pero
el lobo ya sabía lo que eran.
El lobo la llevó hasta la entrada del valle oscuro. Por un momento, Caperucita
creyó que la llevaba a un escondite para comerla. Pero no lo había hecho al lado
del arroyo ¿por qué lo haría ahora? Tal vez el lobo si hablaba enserio cuando
decía que quería ayudarla.
El lobo le indicó el camino que debía seguir para llegar al lago del sauce. No
era el mismo que siempre tomaba. Según el lobo era más corto.
Siguió el sendero incansablemente y, cuando creía que no iba a encontrarlo nunca,
lo vio. El enorme sauce, en su mayor esplendor. Y, tras su cortina de hojas, la
humilde casa blanca de su anciana abuela.
Corrió con una tremenda felicidad. Por fin vería a su abuela. Iba a entregarle
las margaritas y a contarle sus cosas. Pobre abuela, siempre terminaba mareada
luego de escuchar los interminables lamentos de su nieta. Pero siempre le daba
una respuesta sabia que la hacía sentir mucho mejor.
Llegó a la puerta de la casa. Tocó sutilmente. Una, dos veces.
—¿Abuela, estás ahí?
—Ejem; sí, nietita. Entra.
Su voz estaba rara. Parecía muy enferma en verdad.
Caperucita abrió la puerta. Le dirigió a su abuela una sonrisa. Pero… estaba
tapada hasta los ojos. Había algo en ella que le llamaba mucho la atención. Dudó
que esa persona pudiera ser su abuela.
—¿Cómo te sientes? —dijo la niña agarrando disimuladamente un cuchillo de la
alacena y escondiéndolo bajo su caperuza roja.
—Muy bien, gracias a Dios. Pero ven, cuéntame ¿siguen las peleas con tu padre?
Si no era su abuela ¿por qué hablaba igual que ella?
Caperucita se sentó en la cama y le acarició la pierna. Se sentía… ¿aterciopelada?
—¿Has cambiado de manta, abuela?
—¿Se nota? —preguntó el individuo. Su abuela nunca respondía con una pregunta.
Caperucita preparó el cuchillo bajo su caperuza. Entonces vio lo que parecían
ser ¿orejas? Sí, pero…
—Abuela ¿qué le ha ocurrido a tus orejas? Son más… grandes.
—Son para oírte mejor, amor.
Caperucita creyó que le estaba tomando el pelo. Pronto notó que su cuerpo era
más grande de lo común. No parecía débil como el de una anciana enferma; más bien
parecía el de un leñador fornido, como su padre.
—Abuela, tus manos han crecido…
—Son para abrazarte mejor.
—Y tus ojos…
—Son para verte mejor.
—Tu nariz…
—Es para olerte mejor.
Caperucita, alborotada, no se dio cuenta de que estaba haciendo demasiadas preguntas.
—Abuela que boca tan grande tienes…
—¡ES PARA COMERTE MEJOR! —la voz cambió a grave y el lobo se abalanzó sobre Caperucita.
Eso lo explicaba todo. En el último segundo la niña sacó el cuchillo, raspándose
accidentalmente y rajando su blusa, y lo clavó en el abdomen del lobo. Éste chilló.
Caperucita quiso escapar pero el animal la tomó por el tobillo y la niña cayó.
Intentó incorporarse, pero el lobo se le apoyó encima y la contuvo pegada al suelo.
Tenía que pasar, pensó Caperucita dándose por vencida. Al menos si iba a morir
se sacaría su última duda:
—¿Qué pasó con mi abuela? —gritó, temiendo la respuesta.
El lobo sonrió maliciosamente.
—La carne era vieja pero estaba en buen estado todavía ¡Con lo que debe conformarse
un lobo hambriento!
En cierta forma, Caperucita ya lo sabía. Pero al escucharlo de los labios del
lobo, dicho con tanto desprecio, se llenó de una furia intensa. Lo giró aplastándole
los huesos contra el suelo a causa del peso que llevaba encima y clavó el cuchillo
en la pata de la fiera. Éste se levantó súbitamente y Caperucita huyó. Salió fuera.
El sol casi se había ocultado y el cielo estaba pintado de un rojo claro. Tenía
que volver lo antes posible. Corrió todo lo que pudo, pero el olor de sangre de
lobo impregnado en su ropa le dio mucho asco. Inevitablemente vomitó sobre un
lecho de tréboles. Ahora no solo tenía olor a sangre y sudor, sino también un
horrible aroma a vómito. Para el arroyo faltaba mucho que recorrer, así que volvió
al lago del sauce. Se agachó, comenzó a mojarse y a tomar el agua con desesperación.
Cuando se levantó para largarse a correr nuevamente alguien la apresó con una
brazada. Era el lobo, con una sábana atada al estómago y otra enroscada al pié,
parando así su hemorragia. Obviamente no era nada estúpido.
¿Qué podía hacer Caperucita, ahora? Ya no tenía el cuchillo (y por lo visto tampoco
el lobo). La niña pegó al lobo en los testículos con el tacón de su zapato. El
lobo la soltó dando un alarido.
Caperucita corrió por el bosque a más no poder. Porque, aunque estuviese herido,
el lobo corría a gran velocidad. Cuando a Caperucita se le acababa el aire y sus
frágiles piernas iban a torcer, el lobo se desplomó exhausto. Caperucita se alivió,
pero no dejó de correr. Las estrellas se asomaban y la noche se tornaba oscura.
La niña apuró el paso, gimiendo cada vez más fuerte. Llegó a la entrada de su
casa, abrió la puerta y no dio crédito a sus ojos por reflejar ese espectáculo
tan terrible. Su madre, tirada en un mar de sangre, agonizaba. Caperucita lloró
con todas sus fuerzas y trató de socorrerla pero su madre la detuvo.
—Corre hija —dijo la mujer con dificultad—, tu padre se ha vuelto loco. Traté
de explicarle con sinceridad adonde habías ido…
—¡Todo es culpa mía, lo siento! —se lamentó Caperucita. El odio hacia su padre
jamás fue tan fuerte.
—¡Vete, hija… —pero antes de que su madre pudiera terminar de hablar, su padre
entró dando su acostumbrado portazo.
—¡Niña malcriada! —la cólera de su padre era tan fuerte que a Caperucita el corazón
le dio un vuelco. Pero el rencor la mantenía firme. Ya estaba por cometer una
locura cuando se le ocurrió una muy buena idea (en realidad era su última esperanza).
Se escapó por la ventana y se internó en el bosque. Su padre la siguió. Caperucita
sabía que él, como buen cazador, tenía la vista y el oído muy agudo y la encontraría
fácilmente. Así que resolvió subirse a un árbol, quedarse inmóvil y esperar que
se valla.
Le costó mucho trepar, las piernas y los brazos desnudos se raspaban contra la
corteza del árbol. Pero llegó a la copa y se escondió entre las gruesas ramas
manteniendo el equilibrio. Su padre pasó bajo el árbol gritando su nombre y otros
insultos. Caperucita tembló más que nunca.
¡Si me encuentra me mata!, pensó.
Él no la vio. Cuando estuvo lo suficientemente alejado, Caperucita bajó del árbol.
Aún no venía la peor parte del plan. Vio a su padre a lo lejos.
¡Debo hacer que me vea o el plan va a fracasar!
Caperucita pasó frente a él.
—¡Ahí estás! —bramó su padre y comenzó a perseguirla.
Verdaderamente, con lo poco de fuerzas que le quedaban a la niña, fue un milagro
que su padre no la hubiera agarrado. Llegó al camino del valle oscuro. Al doblar
una curva se internó entre los espesos árboles y retomó el sendero que el lobo
le había enseñado para llegar a lo de su abuela, confundiendo a su padre que no
pudo seguirla. Sin poder creerlo, Caperucita llegó arrastrándose hacia donde estaba
el lobo todavía tratando de incorporarse.
—¡Qué suerte que no te has muerto! —exclamó llorando fuertemente y dirigiéndose
a él.
El lobo le lanzó una sombría mirada.
—¡Te lo ruego —dijo Caperucita, arrodillándose ante él —, ayúdame!
—¿Por qué tendría yo que ayudarte a tí después de lo que me has hecho?
—Por que eres mi última esperanza, y por que hay un suculento humano esperándote
más allá.
El lobo sonrió como aquella vez cuando le dijo que se había comido a su abuela.
—¿Qué no lo ves? No quiero a tu abuela, ni al humano más grande del mundo ¡te
quiero a ti! ¿por qué piensas que he hecho todo esto, niña?
Caperucita miró el suelo un momento.
—Si me ayudas, prometo dejar que me devores luego. Solo quiero honrar la muerte
de mi madre matando al hombre que ha arruinado su vida… y la mía.
—¿Aunque debas recurrir a quien se comió a tu abuela? —preguntó el lobo.
Pero ahora no la miraba con odio, sino con profunda seriedad.
—Los lobos matan para alimentarse y vivir, es natural. Prefiero valerme de tí
para eliminar al humano más horrible del mundo —su llanto se intensificó.
El lobo la miró y le sonrió tan tiernamente que ya no parecía aquella bestia
asesina de hace un rato. Los dos fueron por el bosque hasta encontrar al padre
de Caperucita. Ésta se le presentó. Su padre corrió hacia ella tan enfurecido
que parecía que iba a explotar.
¡Si me agarra me mata!, volvió a pensar Caperucita cerrando fuertemente los ojos.
Entonces, cuando su padre estaba a menos de un metro de distancia, el lobo salió
repentinamente del arbusto en el que se ocultaba y lo derribó. Su padre lo apuntó
con la escopeta, pero Caperucita se lo arrancó de las grandes manos, que ya estaban
muy débiles. Creyó que no podría ver la encarnizada batalla, pero ahí estaba,
firme. No estaba impresionada. Le asombró que el ver las obscenas imágenes de
su padre con las extremidades fuera no le halla movido un pelo. ¿Será que ya había
visto suficiente sangre el día de hoy? O tal vez odiaba tanto a su padre que no
le afectaba verlo morir tan ferozmente.
Como era de esperar, el lobo venció. Luego de engullir a su rival, él y la niña
se dirigieron a la casa de Caperucita.
—¿Estás segura que quieres hacer esto? —preguntó el lobo.
—¡Mi madre tendrá el entierro que merece!
Con ayuda del lobo, arrastraron el cadáver de la madre de Caperucita hasta un
pozo que el lobo había cavado. La enterraron.
Caperucita miró al lobo.
—Es hora de que cumpla con mi promesa —dijo con frialdad. Se arrodilló frente
a él. Estaba feliz, se iría con su madre. Para tener una vida tan horrible como
la suya quien querría seguir viviendo. Ahora por fin tendría la paz que quería.
Moriría con la conciencia tranquila de saber que honró a su madre.
El lobo sacó la escopeta.
—¿Qué haces? —preguntó la niña con una clara inocencia que nunca había sentido
antes.
—Te dispararé primero para que no sientas dolor cuando te coma. No es muy agradable
que te desgarren la carne. Créeme que estoy muy orgulloso de ti y que eres la
mejor víctima que halla podido tener. Te disfrutaré mucho.
—¿Siempre demuestras tu cariño de esa forma? —rió Caperucita.
—Solo cuando estoy hambriento —rió el lobo —. Es irónico que bromees antes de
morir. Veo que no te importa demasiado.
Caperucita se encogió de hombros. Y el lobo concluyó:
—Hace mucho que quiero devorarte. Te respeto mucho ¿sabes?
—Bueno, deja de hablarme así o vas a encariñarte conmigo ¡aprieta el gatillo!
…………………¡BANG!
Y así termina nuestra historia.
Al final, el único que no muere, es el lobo.
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